Artículo para reflexionar y discutir
En su homilía del 18 de septiembre del 2005, el Arzobispo de Santiago afirmó que “es escandalosa la mala distribución de los ingresos y, fruto de ello, también de la riqueza en un país como el nuestro, que ha hecho grandes progresos en salir del subdesarrollo”. Palabras fuertes que fueron recogidas por el aquel entonces Presidente de la República, y, luego, por todos los candidatos presidenciales. Ese mismo año marcó el inicio de una extraordinaria noticia: el cobre generaba excedentes de una enorme magnitud. Cálculos conservadores lo estiman en 1750 millones de dólares para el próximo año. Además se pronostica un buen año 2006, con un crecimiento económico sobre los cinco puntos. Es decir, no sólo tenemos una necesidad social, que se ha hecho demanda política, de atacar la desigualdad, sino que además tenemos recursos frescos para ello, sin recurrir al déficit público ni aumentar la carga tributaria de los chilenos.
Todo bien. Sin embargo, terminó instalándose el discurso, hecha decisión política, que no se podrían recurrir a esos fondos. Razones: temor a un descalabro en la tasa de cambio, incentivo perverso a un aumento del tipo de interés o amenaza de inflación. Es decir, la economía chilena no podría absorber eficientemente tamaño cúmulo de dinero. Se adujo además que con ingresos extraordinarios no se pueden financiar gastos permanentes. Se terminó decidiendo aumentar el gasto público en unos 130 millones de dólares. ¿Chilenos molestos? ¿Hay dudas de porqué?
La prudencia económica nos dice que son tan amplios los compromisos que tenemos con los pobres, las clases medias, la tercera edad, los enfermos, los desempleados, que no es viable económicamente hacerse cargo de todos ellos ni es posible hacerlo sin alterar la estabilidad financiera. Pues el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Gastar más de lo que se tiene es mala política. Endeudarse a un nivel de llegar a la insolvencia es un desastre. Elevar el salario mínimo sin que se pueda pagar por la economía, es cesantía asegurada o fraude social extendido.
Por eso, no se trata de tener que optar entre la prudencia económica de un gobierno o la demanda de igualdad de una sociedad trabajadora. Se trata de dos cosas buenas que hay que saber conciliar. Es el arte de la política. Por ello, la pregunta que surge es si verdaderamente no podemos hacer más. Si realmente estamos frente a una justa prudencia económica, o ante un radicalismo financiero que extrema los argumentos para evitar un esfuerzo más justo y exigente a la hora de invertir más y mejor en la gente.
Leo a Amartya Sen, Premio Nóbel de Economía. Este nos enseña que inflaciones moderadas y altas, como déficit públicos profundos, atentan contra una sana economía y un crecimiento sostenido y sustentable. Pero noto que habla de inflaciones del 20% o más. No del rango del 3,5 % como apuesta la clase dirigente de Chile. Sen nos recuerda que el Tratado de Maastricht acepta tener una tasa de endeudamiento menor que el 3% del PIB. Chile está apostando a fijar por ley un superávit de un uno por ciento.
¿Y si la meta de una inflación más baja no estaría nuevamente enfriando la economía en exceso, perjudicando así a cientos de miles de chilenos cesantes? ¿Cuáles son los costos sociales de subir las tasas de interés para evitar un aumento de la inflación en unos puntos? ¿Prudencia económica o radicalismo antiinflacionario? ¿Chile, debe apostar no sólo a no tener déficit – cosa que ni Estados Unidos ni Alemania se permiten -, sino que a tener un superávit ? ¿Prudencia económica para vacas flacas o radicalismo financiero que no mide costes sociales? Cálculos de expertos se equivocaron en 1970 y en 1997 en estas materias, ¿no aconseja lo anterior a la humildad? No tengo certezas, pero sí como lego y ciudadano lo pregunto. Preguntas para un diálogo indispensable para el bien de la democracia chilena y su clase dirigente.
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