Los populistas a veces tienen razón
Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, profesor de Economía y Finanzas de la Universidad de Columbia. Estados Unidos.
A los países en desarrollo con frecuencia se les sugiere (o se les ordena) emprender reformas recomendadas por "expertos" llamados "tecnócratas", a menudo con el respaldo del Fondo Monetario Internacional (FMI). La oposición a las reformas que proponen suele ser tachada de "populista". Los países que no adoptan estas reformas son acusados de pusilánimes o carentes de voluntad política y pronto sufren las consecuencias: unos tipos de interés más elevados cuando solicitan préstamos al extranjero.
Pero analicemos algunas de esas propuestas "tecnocráticas": con frecuencia, muchas están más fundamentadas en la ideología que en la ciencia económica. Claro está, los tecnócratas pueden lograr que una central eléctrica funcione mejor. El objetivo es sencillo: producir electricidad al menor precio posible. Esto es ante todo una cuestión de ingeniería, no de política. En este sentido, las políticas económicas no suelen ser tecnocráticas. Implican compensaciones: algunas provocan un aumento de la inflación, pero un menor desempleo; unas ayudan a los inversores y otras a los trabajadores.
Los economistas denominan óptimo de Pareto a aquellas políticas en las que nadie puede mejorar sin que alguien empeore. Si una política es mejor que todas las demás para todo el mundo, es decir, que no tiene alternativas óptimo de Pareto, se la llama dominante de Pareto. En efecto, si las opciones entre las diversas políticas fueran exclusivamente paretianas, es decir, si nadie empeorase al elegir una política en lugar de otra, serían puramente "técnicas". Pero en realidad existen pocas opciones de política "paretianas". En cambio, algunas políticas son mejores para ciertos grupos, pero peores para otros. Políticas distintas benefician y perjudican a grupos distintos.
En Asia Oriental, por ejemplo, las operaciones de rescate del FMI ayudaron a los prestamistas internacionales, pero afectaron severamente a los trabajadores y a las compañías locales. Unas políticas diferentes podrían haber significado un mayor riesgo para los acreedores internacionales, pero menor para los trabajadores y las empresas locales. Decidir qué política debe escogerse implica una elección entre diversos valores, no sólo cuestiones técnicas sobre qué política es "mejor", de acuerdo con un sentido moralmente indiscutible. Estas elecciones entre valores son decisiones políticas y no deben quedar en manos de los tecnócratas.
Claro está, existe un margen para el análisis técnico, incluso cuando el elemento central de una decisión es de naturaleza política. A veces, los tecnócratas pueden contribuir a evitar políticas inferiores de Pareto, es decir, políticas que hacen que todo el mundo salga perjudicado. En ocasiones, algunas políticas pueden favorecer tanto el crecimiento como la igualdad, y la labor de un buen economista es buscarlas. El problema es que muchas de las políticas que los tecnócratas presentan como si fueran óptimos de Pareto en realidad son imperfectas y provocan que muchas personas (en ocasiones, países enteros) se vean perjudicadas.
Fijémonos en los numerosos ejemplos de privatización y desregulación de inspiración tecnócrata de los años noventa. Así, con frecuencia las "reformas" bancarias requirieron la ayuda por parte de los gobiernos y dejaron a unos pocos mucho más ricos, pero a los países, mucho más pobres. Estos fracasos sugieren que debemos tener menos confianza en las supuestas capacidades profesionales de los tecnócratas (o no tanta como la que ellos tienen en sí mismos).
Pero hay otro punto más importante. Los procesos democráticos suelen ser más sensibles ante las verdaderas consecuencias de las políticas, ante las decisiones que se toman. Claro está, algunas de las críticas a las soluciones de los tecnócratas pueden deberse a una postura populista, pero en ocasiones contienen apreciaciones que los tecnócratas en sus torres de marfil (generalmente, educados en Estados Unidos) no captan. Tomemos el caso de México, donde una propuesta para aumentar los ingresos fiscales mediante impuestos sobre los alimentos y las medicinas consumidos por los pobres fue, lógicamente, rechazada por un Parlamento democrático que debe rendir cuentas ante sus electores.
Rechazar esta propuesta no fue un caso de populismo desenfrenado. El problema estaba en la propuesta. Sus defensores sostenían que para lograr más eficacia era necesario adoptar un impuesto sobre el valor añadido de carácter amplio. Los países industriales avanzados de Europa utilizan este impuesto. Los países en desarrollo, afirmaban los tecnócratas, deben hacer lo mismo.
Pero hay una diferencia fundamental entre los países desarrollados europeos y los mercados emergentes: el tamaño del sector informal, del que no se recauda el IVA.
Esta enorme "economía sumergida" hace que el IVA sea ineficaz en la mayoría de los países en desarrollo. En efecto, dado que es un impuesto que grava el sector formal -los bancos, las fábricas, etc., que pagan salarios con regularidad y cuyos gastos e ingresos pueden ser fácilmente rastreados, lo que no sucede con los vendedores ambulantes, las empresas de los pueblos y los campesinos pobres-, en estos casos el IVA obstaculiza el desarrollo.
La lógica es simple. Los países que imponen un IVA excesivo fomentan que la producción permanezca en el sector informal, que frecuentemente es el que genera los bienes que se consumen en el país o que se utilizan como inversiones en el mundo desarrollado. Pero es el sector formal el que produce los bienes manufacturados con mayor valor agregado que compiten con los países desarrollados.
Existen otras fuentes de ingresos a través de los impuestos en muchos países en desarrollo que son más equitativas y que distorsionan mucho menos los incentivos económicos que el IVA. Muchos países en desarrollo carecen de un impuesto sobre los ingresos empresariales: los enormes beneficios de las empresas de telecomunicaciones, cemento y otros sectores monopolísticos quedan exentos de impuestos (si la preocupación es que pueda haber una doble fiscalidad, se podrían conceder créditos a los impuestos empresariales sobre las declaraciones de la renta individuales). También se podrían gravar los bienes de lujo (muchos de los cuales son importados), fomentando de este modo la equidad sin asfixiar el crecimiento.
La teoría económica sólo apoya el IVA si no es necesario preocuparse por la distribución y si se puede imponer a todas las mercancías. No es necesario tener un doctorado en economía para reconocer que en los países en desarrollo no pueden gravarse todos los productos. Además, la equidad debe ser una preocupación.
Por tanto, la próxima vez que escuchemos protestas en el Parlamento de una democracia emergente contra alguna propuesta calificada de "tecnócrata", hay que pensárselo dos veces antes de tachar las dudas de los diputados de griterío populista.
Tal vez los populistas son populares porque saben algo que los tecnócratas ignoran.
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